Descripción
La especial geografía astur que por sí misma dificultaba las comunicaciones y el propio carácter «independiente» de sus pobladores, reacios a la romanización, supuso que la introducción del cristianismo en Asturias fuera más lenta y menos acusada que en otras partes de España. La epigrafía romana apenas ofrece indicios de esta cristianización inicial que, ya en tiempos visigóticos, parece aumentar ligeramente. Como afirma Fernández Conde, «la verdadera historia eclesiástica de Asturias comienza con la monarquía asturiana».
La invasión musulmana provocó una «huida hacia el norte» de las comunidades cristianas en busca de una mayor seguridad; surge así «una masiva llegada de monjes y nobles a nuestro territorio, que producirá el despertar de una economía rural aletargada, así como toda su evolución posterior». La consecuencia inmediata de este fenómeno migratorio, consolidado por el éxito de la reconquista, es el afianzamiento de la tradición monástica visigótica (que había alcanzado grandes cotas con San Isidoro, San Fructuoso y San Valerio), y el establecimiento en nuestro suelo de multitud de monasterios, distribuidos prácticamente por toda la región. Tantos, que «sólo hasta mediados del siglo XII se contabilizan ciento setenta y ocho títulos monásticos».
Entre los más representativos destacan los de Santa María de Covadonga, San Pedro de Villanueva, Santa María de Obona, San Juan de Pravia, San Vicente de Oviedo, San Adriano de Tuñón, San Juan de Corias, San Salvador de Cornellana, San Pelayo de Oviedo, San Salvador de Valdediós, San Bartolomé de Nava, San Salvador de Celorio, etc.
La vida asturiana en aquellos tiempos, fundamentalmente campesina y enmarcada en pequeños núcleos o caserías aisladas, «estuvo marcada por el signo de la precariedad, sobre todo durante los primeros siglos»; de ahí que la presencia de monjes y monjas, estudiosos, depositarios de cultura y con cierto espíritu de «empresarios», supusiera un gran progreso en la economía popular y, en cierto modo, una apoyatura de seguridad en el vivir de las gentes.
Dos ejemplos bastan para confirmar lo expuesto:
- El monasterio de San Bartolomé de Nava impuso los llamados contratos de mampostura, fórmula jurídica basada en el derecho germánico que distingue la propiedad del suelo y del vuelo, para favorecer y fomentar la plantación de manzanos en los territorios de Nava, Siero, Villaviciosa y Colunga.
- Aunque la vid y la viticultura en Asturias tengan origen romano, fueron precisamente los monjes, fundamentalmente por exigencias litúrgicas (aunque sin olvidar las alimentarias), quienes impulsaron el cultivo de la vid en la región, «superando las dificultades climáticas y las condiciones naturales adversas de los lugares poco aptos para esta clase de cultivos».
Por otra parte, una vez ampliada la reconquista a otras zonas españolas, el trasvase de monjes de un monasterio a otro, de una provincia a otra, acarrea un enorme intercambio de conocimientos y saberes que, lógicamente, tiene su traducción inmediata en la faceta culinaria.
El estudio de la diplomática conventual de los monasterios asturianos (ventas, donaciones, permutas...) habla de la presencia de pomares, cerezos, castaños, prunales, higueras, nisales, viñas y otros frutales (cetera fructuaria); se citan vacas, bueyes, caballerías y cerdos y en algunos casos se referencian útiles de caza; no faltan alusiones a los lagares, vino, sidra, hórreos, molinos (lo que garantiza la utilización de harina —cebada, centeno, escanda— para la elaboración de pan y de algún plato concreto, como las gachas o fariñes y el farro) y, por supuesto, a los huertos (despensa de berzas, ajos, cebollas, zanahorias, nabos, habas, guisantes...). El queso (kaseo) también es citado frecuentemente en esta documentación; así como la pesca fluvial —salmones y truchas— en la de los monasterios ribereños (caso del de San Pedro de Villanueva), donde hasta se especifican las artes de pesca.
Respecto a peces marinos apenas existen referencias al respecto, y su presencia hay que espigarla en otro tipo de documentos, como pueden ser las reglas por las que se rige el monacato o en narraciones históricas o literarias de la época. Entre los más frecuentes sobresalen la sardina, la pescada (merluza), el atún, el congrio y, en general, los propios de la costa, algunos de los cuales se secaban al aire para su conservación (pescados ceciales).
Las comidas monacales solían ser parcas de calidad, aunque no de cantidad, salvo en el caso de visitas importantes al monasterio, si bien, al correr de los años, esa austeridad fue disminuyendo hasta el punto que en los inicios del siglo XIII Alfonso X el Sabio, en Las Siete Partidas, hubo de recomendar templanza y moderación a los clérigos:
«... que los Perlados deuen ser mesurados en el comer, e en el beber, el comer demás es velado a todo ome, o mayormente al perlado, porque la castidad no se puede bien guardar con muchos comeres e grandes vicios y que non conviene que aquellos que han de predicar la pobreza, e la cuyta que sufrió Nuestro Señor, que lo fagan con las fazes bermejas, comiendo e beviendo mucho».
Para compensar esa frugalidad alimentaria —únicamente rota en casos de visitas o de festividades notables— los monjes se especializaron en artes de dulcería; postres exquisitos que poco a poco fueron pasando al pueblo dependiente del monacato. Tal es el caso del manjar imperial, del manjar de ángeles, de la burnia de higos o de la fruta de queso fresco, por sólo citar unos ejemplos.